lunes, 13 de noviembre de 2023

Máscara, identidad, sujeto


     Nos quedamos con "bardo inglésWilliam Shakespeare (1564 a 1616) en el último artículo, donde meditábamos sobre la idea de “persona”. Pero también citamos a Homero (siglo VIII a.n.e.), que no parecía salir muy bien parado. Retomamos ahora una de sus viejas historias para arrojar un poco de luz sobre la idea de “identidad”. En la inmortal “Odisea”, el viejo “aedo griego” nos narra las andanzas del bravo Odiseo (Ulises, si se prefiere) en su peregrinar de regreso a Ítaca, su patria, donde le esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Diez años tardará en producirse este encuentro, mientras Ulises vagabundea por el mar Mediterráneo en busca de su hogar, víctima de algunos episodios terribles... y otros un poco más divertidos. Nos centramos ahora en uno de ellos, y veremos que siempre que alguien "gana algo", también "pierde algo". El siguiente vídeo está extraído de la serie “La Odisea” (Zoetrope, EEUU, 1997), dirigida por Andrei Konchalovsky y producida para la televisión por Francis Ford Coppola (y de la que sólo he encontrado esta pieza original en inglés y sin subtítulos, para que practiquéis un poco vuestra competencia plurilingüe).

     En la actual Sicilia, Ulises y sus hombres desembarcan para buscar alimentos y se encuentran con una “gigantesca guarida” repleta de comida y vino. Poco tardarán en saber que esta cueva es en realidad la casa de un “gigante” llamado Polifemo, uno de los grandes “cíclopes” (criaturas de un solo ojo) que, junto a sus hermanos, habita la isla. Cuando el cíclope regresa con el ganado, se encuentra a estos intrusos en su casa y decide comérselos uno tras uno. Como su apetito no decae, Ulises urde una de sus famosas “artimañas”: se enfrenta al gigante y le habla, presentándose con el nombre de “Nadie”, y acto seguido le ofrece vino. Unas cuantas copas más tarde, Polifemo, borracho, se tumba en su camastro y se echa a dormir, momento que aprovechan los hombres para tomar un mástil y clavárselo en su único ojo. Herido y ciego, el monstruo se apresura a pedir ayuda al grito de “Nadie me ha herido”, “Nadie me ha hecho daño”... pero ninguno de sus hermanos cíclopes acude a su llamada de auxilio porque, efectivamente, si nadie te ha herido es que “no ha pasado nada”. Este es el momento que aprovechan los hombres de Ulises para huir de la guarida y ponerse a salvo en el mar. Pero he aquí la reflexión: para ganar su “libertad”, Ulises ha tenido que perder su “identidad”. Dicho con otras palabras: para “ser libre" he de renunciar “a mí mismo”, a “lo que yo soy”.

     Cambio de escenario, pero no de tema. En la novela romántica (del periodo romántico, se entiende) “Fausto”, de Johann Wolfgang von Goethe (1749 a 1832), el autor recoge una “vieja leyenda germánica” que narra la vida y peripecias de un hombre que se deja “tentar por el diablo”. Aquí os muestro el principio de la historia, en una adaptación cinematografía titulada “Fausto” (UFA, Alemania, 1926) de Friedrich Wikhelm Murnau. El doctor Fausto se debate “entre el bien y el mal”: sus ansias de conocimiento y su avaricia de poder le llevan a establecer un "pacto" con el mismísimo diablo. Mefostófiles (ese es el nombre elegido esta vez por el “ángel caído”) le promete concederle todos los favores: riquezas, placeres, sabiduría... pero, a cambio, el doctor debe comprometerse, cumplido el plazo, a “renunciar a su propia alma” y entregársela al viejo diablo. Todo sigue el curso anunciado: Fausto mejora en todos los aspectos de su vida de forma notable, se convierte en un triunfador, y las cosas no le podrían ir mejor cuando... finaliza el plazo acordado. Entonces Mefistófeles aparece de nuevo y "reclama lo que es suyo" en pago de los favores ofrecidos. ¿Qué se puede hacer en una situación así?

     Entonces Fausto echa mano de una “vieja artimaña”: puesto que se trata de un “contrato”, justo es que esté en manos de los "abogados", y que sean ellos los que decidan. Y los abogados de Fausto aclaran a Mefistófeles que el acuerdo “no es posible”, y que Fausto no puede darle su alma, porque en realidad “su alma no le pertenece a él”, sino a todos los que forman parte de su vida: su esposa, sus hijos, sus amigos... todos aquellos que comparten su vida. De nuevo tenemos a un hombre que gana su “libertad”... a cambio de su “alma” (que en lenguaje moderno se dice “sujeto”, “conciencia”... pero que en realidad significa lo mismo: “identidad”) y de nuevo la identidad (aquello que nos hace “ser lo que somos”) es entendida de forma colectiva, como fruto de un “proceso” no solo de “individuación”, sino sobre todo de “socialización”. A partir de aquí, os resultará más fácil comprender que, a la hora de responder a la pregunta “¿quién soy yo?” tengamos que echar mano, no solo de aspectos personales como la “interioridad”, la “apertura al mundo” o el “proyecto vital”, sino también de componentes sociales (ya sean “culturales”, “políticos”, “religiosos”...) que nos determinan y nos hacen “ser lo que somos”.

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